Nota del Transcriptor:
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PÍO BAROJA
MEMORIAS DE UN HOMBRE DE ACCIÓN
El aprendiz de conspirador.
El escuadrón del Brigante.
Los caminos del mundo.
Con la pluma y con el sable.
Los recursos de la astucia.
La ruta del aventurero.
Los contrastes de la vida.
La veleta de Gastizar.
Los caudillos de 1830.
La Isabelina.
El sabor de la venganza.
Las furias.
ES PROPIEDAD
DERECHOS RESERVADOS
PARA TODOS LOS PAÍSES
COPYRIGHT BY
RAFAEL CARO RAGGIO
1921
Establecimiento tipográfico
de Rafael Caro Raggio
PÍO BAROJA
MEMORIAS DE UN HOMBRE DE ACCIÓN
LAS FURIAS
RAFAEL CARO RAGGIO
EDITOR
MENDIZÁBAL, 34
MADRID
A Pablo Schmitz, de Basilea, aquien conocí todavía en plena juventudy al que vuelvo a encontrar denuevo, pasados veinte años, en loslinderos de la vejez, con el mismoentusiasmo ardiente por lo noble ypor lo puro y el mismo desdén por loruin y por lo mezquino; al amigo yal maestro, al que me unen la comunidadde recuerdos y la comunidadde simpatías,
El Autor.
LAS FURIAS
Hacia 1860—cuenta nuestro amigo Leguía—fuícon mi mujer, algo enferma del pecho, apasar el invierno a Málaga, y me instalé en la fondade la Danza, de la plaza de los Moros, en dondeme hospedaba otras veces.
Esta fonda era de un gallego casado con unaandaluza, y aunque no un hotel moderno (todavíano se habían implantado esa clase de establecimientosen España), se podía vivir con comodidaden ella. No dominaba por entonces el individualismo,un tanto feroz, que hoy reina en los hoteles, yse comía en la mesa redonda, y cada uno contabaa su vecino sus negocios y hasta sus cuitas. Teníamosmi mujer y yo, como compañero de mesa, unjuez gallego que se quejaba constantemente de lacomida de Málaga.
Para el juez gallego, todo lo de la ciudad y losalrededores era rematadamente malo. El juez estabadeseando que lo trasladasen a otro punto; pero[10]como, al parecer, era un buen funcionario, las personasinfluyentes de la ciudad habían pedido queno lo sacasen de allí, y el Gobierno lo dejaba en supuesto. Según pude entender, el juez gallego constituíael terror de la gente maleante del Perchel ydel puerto.
Solíamos estar en la mesa tranquilamente, cuandose oía de pronto la voz del gallego que gritaba:
—¿Peru qué sardinas sun éstas? Estu no valenada; estu no está frescu.
—No me diga usted ezo, don Juan—terciaba ladueña del establecimiento—; presisamente ayé medesía don Pepe Rodrigue que en ninguna parte secomía el pecao como en eta casa.
—Pues, señora, ¡<