Las inmensas selvas vírgenes que cubrían el territorio de la Américaseptentrional tienden cada vez más a desaparecer bajo los hachazosprecipitados de los squatters y de los desmontadores americanos,cuya actividad insaciable hace que los límites de los desiertos vayanretrocediendo de continuo hacia el Oeste.
Ciudades florecientes, campos bien labrados y cuidadosamente sembrados,ocupan ahora las regiones en que, apenas hace diez años, se alzabanbosques impenetrables cuyas ramas seculares, solo dejaban penetrara duras penas los rayos del sol, y cuyas inexploradas profundidadescobijaban animales de todas clases, sirviendo al paso de guarida ahordas de indios nómadas, cuyas costumbres belicosas hacían resonarcon frecuencia el grito de guerra bajo aquellas bóvedas majestuosas deramas y de hojarasca.
Hoy los bosques han caído; sus sombríos habitantes, rechazadospaulatinamente por la civilización que les persigue sin tregua nidescanso, han huido paso a paso delante de ella; han ido a buscara lo lejos otros retiros más seguros, llevándose consigo los huesosde sus padres a fin de que no fuesen desenterrados y profanados porla desapiadada reja del arado de los blancos, que traza su largo yproductivo surco sobre sus antiguos territorios de caza.
Este desmonte continuo, incesante, del continente americano ¿será unmal? No por cierto; al contrario, el progreso, que marcha a pasosagigantados y tiende a trasformar antes de un siglo el suelo delNuevo Mundo, merece todas nuestras simpatías. Sin embargo, no podemosmenos de experimentar un sentimiento de dolorosa conmiseración haciaesa raza infortunada puesta brutalmente fuera de la ley, acorraladasin compasión por todos lados, que disminuye de día en día y se vecondenada de un modo fatal a desaparecer muy pronto de aquella tierra,cuyo inmenso territorio, hace todo lo más cuatro siglos, cubría con susinnumerables masas.
Si el pueblo elegido por Dios para operar los cambios que señalamoshubiese comprendido su misión, quizás a una obra de sangre y decarnicería la hubiera convertido en una obra de paz y de paternidad; yarmándose con los divinos preceptos del Evangelio, en vez de cogerlosrifles, las teas incendiarias y los sables, hubiera llegado, en untiempo dado, a verificar una fusión de las dos razas, blanca y roja,y a obtener un resultado más provechoso para el progreso, para lacivilización, y sobre todo para esa gran fraternidad de los pueblos quea nadie le es lícito despreciar, y de la que un día tendrán que darterrible y estrecha cuenta todos aquellos que, olvidan sus preceptosdivinos y sagrados.
No se convierte uno impunemente en asesino de una raza entera; no sebaña a sabiendas en la sangre inocente, sin que al fin esa sangre clamevenganza, sin que el día de la justicia brille y llegue bruscamente aechar su espada en la balanza entre los vencedores y los vencidos.
En la época en que comienza nuestra historia, es decir, hacia finesdel año de 1812, la emigración no había adquirido todavía eseacrecentamiento inmenso que muy luego debía llegar a tener; acababade comenzar, por decirlo así, y los vastos bosques que se e